Nuestro escritor, perplejo ante la decadencia del hombre moderno, descubriría en la década de 1860 el suntuoso ambiente de las salas de juego.
Comenzó a frecuentarlas y, pronto, entre todas ellas, ocuparía un lugar prominente el Casino de Bad Homburg. Este había sido inaugurado a la sombra de una de las residencias del Káiser, junto a una estación termal de origen romano, y se veía ahora rodeado de palacios y mansiones que se extendían por los vecinos bosques del Taunus.
Allí paseaban los cisnes negros, favoritos del soberano, y allí asimismo se daban cita personas llegadas de toda Europa. Noche tras noche compartían mesa y confidencias los sujetos más dispares. Banqueros, revolucionarios, generales, dudosos aristócratas así como vividores y cazafortunas de toda laya, conformaban la fauna que, años después, Fiódor Dostoyevski haría desfilar por las páginas de El jugador.
–¿Eres acaso rico? Mais sais-tu desprecias demasiado el dinero.
Qu’est-ce que tu feras après, dis-donc!
–Après, me iré a Homburg y volveré a ganar otros cien mil francos.
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