23/11/08

Crónica de Bernard

El hoy desconocido nombre de Johannes Bernhard Cohausen corresponde a un estudioso del siglo XVIII, que, fundamentalmente gracias a su tratado sobre la longevidad, el Tractatus Redivivus, alcanzó enorme fama. Entre otros secretos, revelaba cómo la vida puede ser prolongada mediante la ingestión de cierto elixir elaborado con aliento de mujeres jóvenes. La edad óptima eran los quince años, ya cumplida la pubertad, y vinculándose a la tradición alquímica el doctor describía esos quince años como «todos de oro».

Dado el furor que la obra despertó entre aristócratas y comerciantes acaudalados, Cohausen, bajo el nombre de Bernard, intentó por todos los medios pasar desapercibido. Trataba solo de defender su intimidad y, con ello, la dedicación a sus estudios. Hizo pues correr el bulo de que en el jardín de su casa crecían ejemplares de un árbol venenoso procedente de la isla de Java, el cual podía paralizar el sistema nervioso a varios metros de distancia y producir una penosísima muerte por asfixia. Existen testimonios botánicos que corroboran la existencia de la especie, en la London Review de 1783, por ejemplo, o en un pasaje del novelista Erasmus Darwin, antepasado de Charles.

Bernard se convirtió en objeto de una implacable persecución por sus colegas. El éxito del Tractatus debió de resultar insoportable, amén de las pruebas de su eficacia. Baste decir que la creatividad del Doctor Bernard no dejaba de aumentar a edad avanzada, mientras que las asechanzas sufridas decaían, tarde o temprano, por senilidad de sus competidores, cuando no eran refutadas antes por los correspondientes estudios.

Durante el siglo siguiente llegarían las calumnias más graves, alojadas en la disciplina en boga del momento: la paleontología. A Bernard se le quiso atribuir la presentación del «gigante de Cardiff» como vestigio paleolítico, así como el hallazgo en la campiña inglesa de los fósiles de Piltdown y su presentación como prueba del ansiado «eslabón perdido» entre simios y humanos. Todo falso y fingido. Aquellos restos no eran más que una componenda de esqueletos humanos medievales con la mandíbula y varios huesos fosilizados de un orangután. Todo para descrédito de Bernard. Se llegaría incluso, con un cuantioso desembolso, a publicar bajo su nombre un volumen que mostraba la belleza congelada de los fósiles de ámbar. Estos recogían escenas acaecidas hace millones de años: huellas de caracoles, abejas en vuelo, combates entre cangrejos de ríos, y las siluetas –supuestamente impresionadas por rayos cósmicos– de cometas, meteoritos y otros cuerpos celestes. Falso. De nuevo todo falso y fingido.

Queda la cuestión de saber quién estaba detrás del complot. Si un colegio científico, si una dama celosa –que, como él, hubiera probado el elixir del Tractatus–, si un noble atrapado entre el tiempo y el no-tiempo, si un mefistofélico «algo más»... No lo sabemos. Solo queda constancia de que Bernard cayó presa de una depresión agorafóbica, muy afectado por lo sucedido, con grave merma de sus dotes creativas y, por ende, del progreso científico universal.

El rastro de Bernard adelgaza y casi se pierde. Hay débiles sospechas de lo que sería una original contribución del maestro, en pleno siglo XX, a los debates de la mecánica cuántica. Haciéndose pasar por el astrofísico latinoamericano Alán Álvarez, habría presentado un ensayo en Text and Science donde se sostiene que el paso del tiempo para velocidades cercanas a la de la luz es un mero problema lingüístico. «Transgrediendo el código genético: hacia una hermenéutica del tiempo» se publicó en el número Trimestre-I 1934 y ningún físico cualificado fue capaz de replicar. Al poco de su publicación, un tal Álvarez escribió en Diarios de Babel que ese artículo era su dulce venganza contra los malos poetas.

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