12/12/10

PRÓLOGO para "El destino del hombre" de J. G. Fichte

Johann Gottlieb FICHTE: El destino del hombre
Ediciones Sígueme, Salamanca, 2011



PRÓLOGO
Juan Ramón Gallo

El destino del hombre marca un punto de inflexión en la obra y vida de Fichte. Lo que, en palabras del autor, pretende ser una obra para hacer llegar sus ideas a cualquiera que «sencillamente sea capaz de comprender un libro», se convierte en un ejercicio de filosofía primera por el propósito mismo de hacer que el lector recorra y piense por su cuenta el itinerario mostrado. Fichte, por necesidades internas de su sistema, se plantea y responde aquí a cuestiones fundamentales de la filosofía del siglo XX: conciencia inmediata, percepción, intuición, intersubjetividad o la existencia misma de una conciencia moral.

La obra se publicó en 1800 y está dividida en tres partes con los títulos respectivos de Duda, Conocimiento y Fe. Las partes primera y tercera son monólogos, mientras que la segunda es un diálogo del yo filosofante con cierto «espíritu prodigioso» que remite a precedentes clásicos como San Agustín o Boecio.

El trasfondo histórico son las acusaciones de ateísmo (o panteísmo o spinozismo) vertidas contra su filosofía y que lo habían obligado a abandonar su cátedra de Jena un año antes. Ya desde su primera obra, Ensayo de una crítica de toda revelación (1792), el filósofo estuvo bajo sospecha por relegar la Escritura y buscar la raíz de la religión en la naturaleza moral del hombre.

En el presente escrito se afirma sin ambigüedades la fe en una voluntad absoluta y eterna. Cuando el yo obedece a los dictados de su conciencia moral, obedece en realidad a esa voluntad eterna en su circunstancia particular. La observancia de la conciencia moral es el modo correcto de ejercer la libertad y la garantía de recoger los frutos de esa actuación en una vida futura. Ilustrado con gruesos trazos históricos y alguna alusión bíblica, la instauración de este reino de la libertad se verifica históricamente en cada individuo, en cada pueblo y en el curso general de la civilización.


* * *

La parte primera «Duda» es una exposición del determinismo y de «la melancolía, la repulsión y el espanto» que le produce al yo tomar conciencia de que en un mundo tal no puede ejercer su libertad. No es él quien actúa, sino la naturaleza a través de él: «Soy una manifestación determinada por el universo de una fuerza natural determinada por sí misma». Únicamente le queda resignarse. La filosofía ayuda a tomar conciencia de su sometimiento a la necesidad. Eso es todo.

En «Conocimiento», parte segunda, se aborda una minuciosa investigación epistemológica: percepción, abstracción, sentimiento, intuición... El yo continúa hundiéndose en el escepticismo y la soledad. Conforme a postulados fichteanos anteriores, si el yo es absoluto y cualquier otro ser externo una contraparte antitética de ese yo, entonces parece imposible determinar si los demás entes, los hombres o el mundo en sí son algo más que meras representaciones. Incluso el propio yo podría ser también una representación: «No sé de ningún ser en ninguna parte, ni tampoco del mío propio. No hay ningún ser. Yo mismo no sé absolutamente nada, y no soy. Las imágenes son: ellas son lo único que existe. [...] Yo mismo soy una de esas imágenes; y realmente ni eso, soy una imagen borrosa de las imágenes». Esta situación resulta igualmente insufrible para el yo.

«Fe», titulo de la parte tercera y última, es el nombre del órgano con el que trascendemos el saber y podemos cumplir nuestro destino: «La fe es lo que puede acreditar al saber, y lo que erige en certeza y convicción aquello que en caso contrario podría ser mera ilusión. La fe no es un saber, sino una resolución de la voluntad para dar validez al saber». Además, el hombre no es primordialmente conocimiento, sino ante todo acción. «No para observarte o examinarte ociosamente, ni para cavilar sobre remotas sensaciones; no, tú estás ahí para actuar». En la acción puede el hombre hacer uso de su voluntad y de su libertad. El uso correcto de la libertad es justamente aquel que reclama esa voz interior que llamamos conciencia moral y que se apoya en la fe.

Encontramos así una instancia superior al conocimiento: «La verdad procede exclusivamente de la conciencia moral». ¿Cuál es pues el destino del hombre? El destino del hombre es cumplir y ejecutar los dictados de la conciencia moral. Si obedece a esa voz, vivirá con plenitud y encontrará sentido y finalidad: «Escucharla, obedecerle sincera y despreocupadamente sin miedo ni doblez: este es mi único destino, todo el fin de mi existencia». El mundo deja entonces de ser un encadenamiento de causas materiales. Todo ente queda vinculado a la condición moral y al ejercicio de la libertad.

Con relación a esos entes cabe señalar algo fundamental. Existen, por una parte, objetos inanimados, por otra parte, seres que son autónomos del mismo modo que yo lo soy. Esos seres, mis semejantes, exigen un respeto absoluto e incluso mi ayuda para facilitar que ellos cumplan a su vez los dictados de su propia conciencia. En sentido universal, también la sociedad, la cultura y la historia abandonan también su sujeción a unas leyes deterministas carentes de propósito. La historia consiste en la implantación gradual de la moralidad en el mundo terreno, venciendo miopes intereses materiales e imponiéndose a la brutalidad ciega de la naturaleza.

La fe del hombre, su verdadero órgano de conocimiento, es fe en «la voluntad una, infinita y eterna», fe «en Su razón y en Su fidelidad» que se expresa por medio de la conciencia moral. A la vista de que en la vida terrena el cumplimiento de los imperativos morales no proporciona beneficios, que muchas veces es incluso desventajoso, debe haber una vida futura donde efectivamente suceda. Obrar moralmente es el modo como enlazamos con una existencia ulterior, como devenimos miembros del reino suprasensible de la libertad.


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