16/1/12

Ítacas

El niño que fuimos lloró por un juguete roto, pero levantó también la vista hacia la Vía Láctea y recogió objetos en la playa tras la noche de tormenta. Es sobre una línea ondulada donde aprendemos. Es en el barro. En la espuma de mar.

Cuando más tarde nos hablen de mercancías preciosas y del regreso a Ítaca, ya no será igual. Porque esas palabras podrían servir, se me ocurre, para insuflar no sé qué vago entusiasmo por un objetivo de empresa o por un viaje de placer. Es tan burdo. Tan falso. Jefes —y padres también, que a veces los papeles se confunden— insisten en educarnos en la fantasía porque no creen en la belleza real del mundo. Eso. Y una fantasía que no es sino recurso práctico.

Pero un mundo así es pasmosamente raro. Porque en la vida casi todo nos ha sido dado, aunque digamos «es mío», «me lo he ganado», «merezco más». Más. Más. Así hasta que remite esa fiebre y comienza el movimiento opuesto: la defensa férrea de lo conquistado. Nos dicen que somos adultos, entonces, porque hemos traspasado los límites de la frustración y nos hemos acomodado sobre la fina línea de «lo que hay». ¿Será eso? ¿O será la muerte misma que se abre paso y se instala en el salón de casa? Fantasía primero; estancamiento después.

El niño que fuimos dice: «De mayor quiero ser tus ganas de vivir». Sí; pero solo de ganas no se puede vivir. Batallas; heridas; qué poco duran las Ítacas. Se vive con los pies en la tierra o amarrado a un poste clavado en la fina línea de «lo que hay». Solo de ganas no se puede vivir.

Y si ahora me preguntas qué son los pies en la tierra, te pediría olvidar las Ítacas y disponerte a escuchar. No a mí; decía disponerte a escuchar.

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