2/4/14

PRÓLOGO para «Raíz encendida» de Estefanía González

Raíz encendida es el último poemario de Estefanía González
Ediciones La Baragaña, Palma de Mallorca, 2014



AL OTRO LADO DEL CIELO
Juan Gallo

Camino, bosque, costa o «ciudad por la que huyo». Un horizonte angosto donde no es fácil soportar lo cotidiano, los pueblos reales o ficticios «de la hendidura», sus almas oscurecidas. Es aquí –y no en un aula o biblioteca– donde se plantea la pregunta «¿qué o quién soy yo?».

De entrada, aparecen personajes que resultan familiares en la autora. Figuras que trabajan con hebras largas y vegetales, que poseen manos ágiles y vista atenta. Soy hilandera, tapiz, espigadora... Cerca siempre de lo terrestre, ascendente, cíclico; soy crecimiento y espacio; soy una extensión viva.

El significado de estas figuras raya en lo mitológico. Engloban, además del propio personaje, la materia y el producto de su actividad. Por ello: «Me entretejo con la realidad y me expando como un tapiz»; «Soy hierba que acaricia el viento»; «Teje el hilo dorado de tu crisálida». Es la vida misma, de una persona y de la naturaleza, y es además su transformación en formas ulteriores de vida dotadas de un significado mayor. Más denso.

Su trayecto comienza ahora. Ante el horizonte oscurecido.

Está aquí
lo que a sí mismo se teme [...]
Está aquí lo que quiere
entrar en la noche.

Y en efecto lo hace. Entra en la noche para pronunciar sus respuestas, múltiples y diversas incluso en un mismo poema. Si tomáramos uno solo de ellos por separado, probablemente obtendríamos una imagen equivocada de la autora. Si leemos in extenso, en cambio, se nos aparece una polaridad que permea la obra y que aflora regularmente a la superficie. Renuncia y concentración. El deshacerse, por una parte; y el buscar, conservar y devenir lo esencial, por otra. Una vía negativa y una vía positiva en este itinerario, con seguridad algo más que literario.

Renuncio a la compañía eterna de los que amo. [...] Renuncio a la esperanza, renuncio a esperar nada y, finalmente, en una última terrible renuncia, renunciaré a mi cuerpo, renunciaré a mí, a mi persona, a eso que lleva mi nombre y a sus innumerables sacudidas.

Dejarse ir, abandonarse y deshacerse «en dulcísimas esporas», un zumbido de abejas, mariposas lacias o sencilla ceniza. Caer como una «mujer descoyuntada» «babeando colina de la disolución abajo». Por este motivo, es reiterada la presencia de los elementos y, en especial, del fuego, el destructor y renovador.

Ah, pero esto no es todo. ¿O acaso es posible una renuncia absoluta? Y, sobre todo, ¿es esto lo que desea la autora? Pues no es menos cierto que ella se afirma como custodio de lo propio, de las letras, de los prados. No es creíble, a última hora, admitir que renuncie así a los seres que ama, «a la vida, que amo tanto».

He pensado en la necesidad de tener algo que sea mío o, mejor aún, de encontrar eso que es solo mío.... Lo esconderé, no lo miraré jamás, no vayan a verlo otros a través de mis ojos... Ahí está.

La oscilación entre renuncia y esencia, camino tortuoso, se apuntala sobre instantes singulares. Un destello, un farol sostenido en la costa embravecida, el canto de un pájaro o un temblor que se siente correr. Toda la sección última del libro entrevé asimismo un mundo idealizado en forma de selva primordial, paradisiaca, tal vez infinita. De esta forma, pájaro, luz, temblor, paraíso y mensajero, entre otras, son claves que remiten en una misma dirección.

En el silencio solo nuestros pasos
y ese desenvolverse la existencia
hacia la noche. Pones un dedo
en los labios y señalas un pájaro.

Un temblor luminoso.
Ha volado.

Pájaro que disipa el miedo. O, en otro momento:

Un pájaro de clara sombra viene conmigo.
Lo hallé en la loma al despertar. [...]
Es delicado: tiembla ante tus ojos. [...]
El temor se deshoja ante su baile.

No todo se pierde pues en el itinerario de la renuncia. Siguiendo el clásico «Donde se cierra una puerta, otra se abre», en el propio acto de la renuncia algo se acepta o se descubre, en ese instante, o bien a partir de él resalta nítido sobre el paisaje de la hendidura. Algo nacido en una experiencia dolorosa y que por ello se siente como propio, como más cercano a lo que se es.

Perderse: sacrificarse.
Deshacerse en el mundo
como el rojo más grave.

Rojo de sacrificio, naturaleza permanentemente entregada y generosa de Estefanía González que dista mucho de ser una criatura arrojada al ciclo azaroso de las transformaciones. Ella muestra –o tal vez nació con este conocimiento– que «para subir a las moradas que deseamos, no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho». Naturaleza extendida, ofrecida a todos, abismos de tiniebla y fulgores instantáneos. Ella se vuelve obra: «Desaparece en tu tapiz / en tanto tejes»; y el poema, pues, retiene algo de su hacedora, ese algo único que sigue buscando con afán.

Así la obra:

El poema no cesa de morir.
A las dos líneas muere y nace de nuevo.

Como su autora:

Las yemas de mis dedos
cada día más verdes
a punto de brotar.

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