La vida brota en pequeñas islas, entre tejas y chimeneas encaladas, sobre dinteles y portones de madera, en los toldos agrietados de los patios donde trepa la salamanquesa y deja la golondrina su nido de barro.
De los hombres, apenas el trazado de calles, los tendidos, las rejas en las ventanas. Una geometría precaria. Una presencia mínima. Su mundo, en realidad, se abre discretamente dentro de las casas, como ciudades dentro de la ciudad.
Los días son largos y lentos.
Es como si unas manos gigantescas hubieran tirado de la tierra, levantado pliegues ásperos que salpicaron de cal y luego llamaron casas. Llegaron bocanadas de asfalto sobre los eriales; llegaron los automóviles, siempre demasiado grandes.
Hay alguien: abre una puerta; agacha la cabeza; sale a la calle y camina. Sigue una hilera sedienta de árboles muy finos. Camina por las líneas de sombra y los laberintos de cable. Deambula entre las casas, casi en círculos, en torno a la torre del reloj. Camina sobre paredes y muros, palpando relieves, sintiendo la línea descascarillada donde el añil de los zócalos se vuelve cal.
Al regresar atraviesa el patio.
Arriba, en las alcobas, el tiempo desmenuza cortinas y colchas, cajones desfondados, armarios.
Cenit.
A mediodía se riega el patio.
El agua es absorbida al instante y circula por diminutos senderos, como de hormigas. El agua resbala; cae. Un acontecimiento. Una gota de agua toca la tierra.
5/12/06
No paisaje
Membrilla, 2004
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