24/12/08

Surrealistas

En la algarabía de las vanguardias, el surrealismo y su vinculación con las quiebras del yo y de la razón. Este movimiento logró crear un estilo reconocible hasta hoy por el gran público y ser identificado como la vanguardia por excelencia.

Freud es la referencia: como culpables de la infelicidad (o malestar) del hombre en la cultura, se señalan la hipertrofia de lo racional y la coerción moral. Frente a ello, el arte como camino de salvación. Este nos ha de permitir aflojar los grilletes, bajar a las fuentes, recuperar el yo perdido siguiendo el patrón clásico de la catarsis. El objetivo de «supra-realismo» (sur-réalisme) pasa pues por desautorizar a la razón para alcanzar otras regiones de la psique: en la práctica, una combinación de irracionalismo, antirracionalismo y perturbaciones cognitivas varias. Abundará en escenas que favorecen la asociación libre del espectador, que hacen aflorar su inconsciente, y nada mejor para ello que ciertos objetos antropomorfos: guantes, maniquíes... e interminables alusiones sexuales.

Los surrealistas solieron salir malparados de sus relaciones fou. Paradigma de ello son Gala y Dalí, donde el erotismo se alza como «barrera contra el sentimiento de la muerte y la angustia del espacio-tiempo». El método crítico-paranoico, con fines terapéuticos declarados, concibe el arte «como una manipulación de la realidad, para poder sobrevivirla». ¿Super-realismo o sub-realismo? Oportuna aquí la mención de Nabokov, que aludía a Freud como «el matasanos vienés», y cuyas teorías equiparaba a la astrología y la quiromancia.

Son universalmente reconocidas la técnica y la agudeza intelectual de los surrealistas, pero no tuvieron en cambio tanto éxito a la hora de borrar las fronteras entre arte y vida. Más bien, el adjetivo «surrealista» se entiende en el léxico común como extravagante o delirante. El surrealismo se ajusta aquí al estereotipo de artiste arrogante, elitista y proclive a adicciones y manías, al punto que es capaz de confundir «la espera de la gracia y la paciencia del poeta, con un procedimiento mecánico de escritura automática». Hay grandes dudas sobre su sinceridad. En la mayoría de ellos se adivina un culto al ego y un elitismo mucho mayores que en los denostados románticos. Así Duchamp, que desea socavar cinco siglos de arte occidental y extender la cosa mentale hasta donde no llegó Leonardo; o Dalí, que quiso «hacer clásica la experiencia de su vida» e «ingresar en la tradición»… Grandes expectativas que, según Susan Sontag, apenas produjeron «un mundo onírico escasamente surtido: unas pocas fantasías ingeniosas, casi siempre sueños eróticos y pesadillas agorafóbicas».

Los surrealistas salían de sus apartamentos parisinos al anochecer, buscando esa ciudad deshabitada y espectral intuida en las imágenes de Eugène Atget. Carpentier estuvo lúcido al rebelarse contra este manierismo y buscar la nature surrealista en la cotidianidad del Caribe hispano: Desnos, Éluard, Tzara… como productos de una intelectualidad europea en crisis. Y, en efecto, los surrealistas fueron tipos muy intelectuales. Capaces de regular su actividad «impredecible» por escrito y de suscribir su «profesión de fe de Surrealismo Absoluto» al pie del manifiesto de Breton (1924). Con un Marcel Duchamp, presente en la Exposición Internacional del Surrealismo (1938), reconocido más tarde como padre del arte conceptual.


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