5/2/11

Torre de arenisca

Habíamos elegido una desafiante torre de arenisca próxima a Valle del Danto. Pese a habernos levantado muy temprano, el calor se dejaba ya sentir. Miré por la ventanilla del coche y ahí estaba, frente a nosotros, entre velos de aire caliente. Le pregunté a mi compañero cuánta agua íbamos a llevar: “Por mí nada; yo no bebo”... Kilómetros de desierto calcinado a nuestra espalda parecían poner en duda tamaña bravuconería. No le hice ni caso. Tras soportar las consabidas burlas y algún “Qué pesadito eres, tío”, metí en la mochila dos bidones de agua de cinco litros y nos pusimos en camino. Cruzamos un talud (que se desmigajaba a nuestro paso como un bizcocho reseco), dimos algún rodeo, se reblandecía el mapa con el sudor de las manos cuando llegamos al pie de la vía. El primer bidón estaba ya vacío. Ahí quedó. Miramos arriba. La vía entera discurría en sombra pero esta vez no me discutió la idea de subir con nosotros el segundo bidón. Nos aseguramos en simple y con una cuerda de 9 mm izamos el contenedor por su asa. Largos de infarto, raspaduras en los codos, cumbre, rápeles de regreso... Y ni gota de los diez litros de agua iniciales. Las tres de la tarde... Aún debíamos volver al coche y ni con visera, gafas y crema solar factor 40 pudimos evitar recocernos y que se nos nublase la vista. Caminábamos como almas en pena. Nos flojeaban las piernas. Ochocientos metros antes de tocar el paraíso en forma de nevera con Sprite guardada en el maletero del coche, tuve que tumbarme a la sombra de unos espinos para tomar aliento. Me arañé otra vez. No sé con qué. Sangraba y me rodeaban, creo, unas enormes hormigas que aquí llaman bachacos. Estaba cerca, muy cerca, como aquel Jinete Pálido que solo tiene que matar al último pistolero. Ahora sé que es posible morir de sed en un lugar cercano a la civilización.


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