20/7/11

Cargadas las naves


Cargadas las naves, cayó la primera gran tormenta. —Ocho horas había tardado en trasladar las cajas al coche desde un cuarto piso sin ascensor y por los pasillos del sótano—. Cuando al fin pude parar, descubrí, ocupando toda una ventanilla, aquel planisferio celeste que mi padre me regaló al cumplir catorce años. Puro azar, pues la última caja no cabía y tuve que deshacerla en la misma calle y acomodar objetos, uno a uno, en los huecos libres.

Nunca activo el navegador. Esa máquina, a cambio de algo de tiempo (¿tiempo?), nos roba el encanto del viaje, la pregunta al desconocido, el titilar de las estrellas. Tampoco, claro está, abrí el Atlas del Cielo para encontrar mi camino a casa por las encrucijadas del continente. Sin embargo estaba ahí, y ahí siguió hasta el final. De algún modo me guiaba, me confortaba, y en los tres días de trayecto fue el único que sabía hablar la lengua transparente que estaba a punto de recuperar.


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