2/9/11

Cuento de virginal jovencita

Por carta desbordaba cualquier expectativa. Reflejos o espejuelos tan solo, quizá, pero producían su efecto. Casi interesaba no acercarse; no tocar por puro egoísmo; corresponderle pero dejarla donde estaba, anunciando el paso del tiempo, gobernando mareas, fecundando campos a golpes de luz lunar.

No ocurrió así. Simplemente la vio: llevaba un vestido de verano largo y claro, sombrero ancho; cuidaba gansos tras una cerca de alambre y conoció al que llegaba sin volverse. Cuando este, mirando su propia mano, empujó la puerta de gruesos tubos de hierro, ella ocultó el rostro dando a entender que bajo ningún concepto hablaría, que no mostraría su voz. Y así, como en un sueño, él seguía su camino, admirándose de la sensatez habida en este plegarse al devenir de las cosas.

Pero no ocurrió así. Porque los signos había de dárselos la propia vida y no creía absolutamente en ningún sueño. Plantose pues un día ante ella, y esta, instantáneamente, dejó de ser invisible. Desde entonces nada cambió, pues el afán primero que lo movía era precisamente que lo visible no es lo verdadero. Qué se dijo no importa. Ella siguió puliendo sus espejuelos, amorosamente, algo que él ya sabía y por lo cual llegó a conocerla. Se diría que nada hubiese sucedido, pero su voz se fue haciendo poco a poco más clara. Bajo aquella luz solar sin forma, la más temible, nacerían sus primeros puentes de cristal.


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