20/5/06

La madriguera

Supongamos que la autoridad no tiene nada de arbitrario ni poliforme. Que es una calculadora infantil, de teclas grandes y cuatro operaciones: cada sumando tiene un valor determinado; la calculadora maximiza la suma final; eso es todo.

Si el sumando cree ser otra cosa –una flor, un piloto, un dinosaurio– no es problema de la máquina; ésta tiene uno solo, que es el de la suma final. Si se comprueba que llamando “dinosaurio” a cierto sumando, éste incrementa su aportación, la calculadora naturalmente lo llamará “dinosaurio” –o “zinc”, “cebada”, “séxtuplo”, según convenga– para obtener así la suma final máxima.

Es decir, en tanto que uno está en presencia de una calculadora, sólo se puede ser un sumando. Si se tratara de un martillo, se sería un clavo, y todos alrededor también clavos, mayores o menores, clavos todos del martillo, como antes eran sumandos de la calculadora.

Y podemos preguntarnos ahora para qué sirve la reflexión literaria.

Supongamos una inteligencia que no tardara en identificar esa autoridad monstruosa. Se desencadenaría entonces un proceso de malestar, inquietud, fatiga, lasitud, anomia y miedo... frente a la autoridad primero, luego frente a uno mismo. Este ser se volverá una criatura esquiva y subterránea, dotada de una mente siempre alerta que se embriaga gota a gota en el miedo –miedo al monstruo, miedo a sí mismo– hasta sucumbir, hasta disolverse silenciosamente en la nada.

“No des pie a Fausto”, es todo lo que hace falta saber.

Y corre; que ya habrá tiempo de escribir.



 

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