3/6/06

Contemporáneos

Era ya tarde. El visitante, notablemente fatigado, había cumplido sus visitas obligadas pero se dijo que aún le quedaban tiempo y fuerzas para una última.

Ese museo tenía dimensiones colosales. Se había expandido en forma de módulos cuadrangulares cuyos tejados recordaban hangares, cocheras o depósitos de grano, antes que la sede de una colección de arte. Eso sí, gozaba del mejor emplazamiento de la ciudad, era la atalaya perfecta sobre el río.

Entró pues en el museo y pronto su atención vino a recaer sobre cierto individuo que debía de ser experto en cuestiones artísticas. A pesar de la hora, había iniciado una acalorada discusión con el vigilante de sala. Todo provenía de la cartela de una obra. «Hierro oxidado, neumático, botones, tela y rayajos» debía, a su juicio, ser inmediatamente sustituido por «técnica mixta», colocándose lo anterior entre paréntesis según las directivas internacionales de catalogación.

La cuestión no era trivial. El experto parecía muy ofendido por el incidente. –Qué y cómo sea la obra carece de importancia –decía en voz alta–. No podemos volver a Aristóteles. –Y exhortaba, no sin violencia, a que el vigilante consultara inmediatamente la normativa del museo. –La obra es autónoma, y con ello quiero decir incluso de sí misma, es autoautónoma; como explico en mis clases, es un «autoautón».

Algunos visitantes se habían acercado. También otros dos vigilantes del museo. Qué podían hacer sino disculparse una y mil veces por el error. Sólo tras asegurar que el asunto sería comunicado al comisario de la muestra el lunes por la mañana, sin falta, y que personalmente se le comunicarían las medidas adoptadas, pudieron templarse los ánimos.

A las 22 horas cerró el museo; como cada primer viernes de mes. Salían los últimos turistas, rezagados grupos de orientales, gentes a la moda...; también aquel experto y el notablemente fatigado visitante de la ciudad. Tomaron caminos opuestos. Uno hacia el aparcamiento; el otro, caminando más despacio, hacia el puente de hierro que cruza el centenar largo de metros de anchura del río.

Caminaba pensativo. A su lado, sobre el puente, discurrían las vías del tren. Una verja de protección lo separaba de ellas. Se detuvo. Miró a ambos lados –un ciclista a lo lejos; enfrente una pareja con botellas de cerveza que dejó pasar fingiendo hacer una foto–. El museo quedaba atrás.

Caminaba despacio. La ciudad parecía tranquila para un viernes por la noche. Se le ocurrían preguntas para expertos: cómo distinguir la chatarra ferroviaria de la chatarra de un «autoautón», cómo se altera esa chatarra tras décadas en un museo, qué sucede si se rescatan del fondo de un río, quién podría distinguirlas... Preguntas de página de sucesos. Preguntas, mucho más descansado, de sábado por la mañana.

 

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