Fue una flaquita quien me habló por primera vez de Bernard. Ella trabajaba en el Kiss Bar y él se había hecho notar por su manera de contar monedas sobre el mostrador, muy trabajosa, hasta reunir los cincuenta euros que costaba un pasaje al otro lado del placer. Bernard fumaba cigarrillos de dos en dos y, a veces, antes de pasar a los sufridos catres, se sacaba un poema del gabán y lo leía sobre música de los Doors.
Contaba también que Bernard se transformaba en privado: se quejaba de que ya nadie escuchara boleros, y le daba una cinta (con música de rancheras, por cierto, no de boleros), para que ella la pusiera mientras él le hacía la corte y se le declaraba, mientras corría (tic-tac) el taxímetro oxidado del local.
–Pero qué haces; soy una puta.
–No; tú eres colibrí.
Picaflor o colibrí, está claro que un poeta maldito debe morir joven o, si no, puede verse en el lío espantoso de tener que escribir esa obra que antes le bastaba con imaginar. Ni siquiera Bernard era su nombre. Lo había tomado del último pistolero que interpretara John Wayne y no dejaba de tramar relatos de jóvenes suicidas, revólveres, Jorge Teillier y la serpiente de cascabel. Ser poeta, aun pobre y maldito, exige plena dedicación.
–Vuelvo a casa y no tengo para libros. Lo gasté todo. Esta vez fueron tres... Ya sabe, poesía y puta se escriben con p.
5/3/11
Poesía, Porno, Brahms
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