22/9/11

Rosa que crece

Voy mucho a lo alto del cerro donde está el cementerio. A cualquier hora, aun en las de atroz canícula, me siento junto a la ermita o en unos riscos sobre el valle. Vistas generosas mueven propósitos generosos.

Si hay alguien allí paramos a conversar. Pronto resulta que saben dónde y cuándo me han visto pasar o no por el pueblo. Es una muestra de amabilidad, supongo. Otros suben directamente al cementerio, a buen paso, y dicen venir a visitar a mamá o a papá con la misma naturalidad con que piden una caja entera de sandías o se vocean incomprensiblemente, unos a otros, a un paso de distancia.

Arriba siempre reina algo distinto. Más recogido. Ya desde que oscurece nadie abandona el perímetro ocupado por las casas y es momento pues de deambular a cielo abierto. Basta tomar cualquier camino, discreta y despreocupadamente al principio, como para sacar la basura o ir a fumar un cigarro. En los pueblos –aún no sé bien por qué– andar deprisa es un acto sospechoso.

Ya soñé con él, con el cementerio, y también con la granja que hay a su lado, en un desmonte de roca, donde cuentan que nació una quimera y viven ahora dos mastines blancos que ladran fuerte cuando paso.

Alcanzo los riscos, el borde de la roca. Sube viento desde el valle y parece que nos crecen alas. Casi como si las oyera batir.



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